Escrito por Aleksey Bashtavenko – Traducción por Thais Martins

“Los seres humanos no nacen de una sola vez cuando sus madres les dan la luz, la vida los obliga a nacer siempre y siempre y una vez más.” – Gabriel García Márquez.

 Cuando aparecí en el torneo estatal Virgina “Closed” en el puesto 741 de la clasificación, fuí al encuentro de mi bautizo de fuego. En mi primer torneo como adulto, no era capaz de soportar la ansiedad. Yo ofrecí tablas, un empate, en las dos primeras rondas a pesar de estar en posición de victoria en ambos casos.

 A lo largo de los dos años siguientes, avanzaría en muchas clasificaciones y jugaría en la Liga por Equipos de Virginia del Norte, y que terminaría en segundo lugar. Así mismo, di la espalda a todo eso: había crecido cansado de la rutina semanal de torneos y práctica constante. Estaba listo para un nuevo capítulo en mi vida. En vez de soñar con una reinvención, yo mismo lo logré: finalmente, salí de los Estados Unidos.

 En una tarde de septiembre, muy cálida, en Ciudad de México, miré la ciudad desde la Torre Latinoamericana, uno de los edificios más altos del mundo hispanohablante. Me maravillé por ver el tamaño de la capital de la nación y también pude notar la impenetrable niebla de humo que cubría el horizonte.

 Mientras esperaba mi comida, no podía anticipar el resultado fatal que siguió…

 Perder con mi apertura favorita, la variante Mar del Plata de la Defesa India de Rey, me dio cuatro victorias y tres derrotas al final del penúltimo día del evento. Yo casi no pude dormir por la noche ya que la enfermedad se agravaba minuto a minuto.

  Seguramente, eso era mucho más que un simple resfriado. En la mañana del día siguiente, yo llegué al torneo con 45 minutos de atraso, tosiendo y estornudando sin parar. Esta partida fue otro desastre y abandoné antes del movimiento 20, caí en un tenedor sencillo. En la ronda final, mi tos estaba tan mal que el director del torneo me dio una mascarilla para llevar.

 ¿Qué pasó? Hasta el penúltimo día gané todas las rondas nocturnas. Pero por las mañanas llegué tarde, dormí como un tronco… Muy raro, perdí tres de mis cuatro partidas con blancas, pero gané tres de cuatro con negras.  Antes de salir de Virginia, aproximadamente uno de cada cuatro de mis partidas terminaron en tablas y rara vez tuve un evento en el que perdí varias partias con blancas.

 La verdad es que no importan las excusas por una mala actuación, lo importante era que mi mentalidad había cambiado: ya no tenía ningún interés en empatar. ¿Fue el cambio una mera coincidencia o el ambiente local había empezado a tener efecto sobre mí?

 EL GÉNERO DEL REALISMO MÁGICO fue desarrollado en América Latina y no es coincidencia que México era el país favorito de Gabriel García Márquez. El realismo mágico es un concepto excesivamente raro para los norteamericanos y los europeos occidentales, y cualquier definición que uno pueda dar a un concepto tan incomprensible sería incompleta. Sin embargo, un resumen bien sencillo de su definición podría ser comprendido como un género literario que trae experiencias humanas normales con elementos de fantasía intercalados a la realidad. En uno de los romances de Gabriel García Márquez, un dictador gobernó un país por tantos años que nadie podía acordarse de cómo era la vida antes de que el terror empezara. En otro, el patriarca murió y las flores empezaron a caer del cielo, como si la misma madre naturaleza llorara su fallecimiento. La obra más famosa de Márquez, ‘Cien años de soledad’, está ambientada en un pueblo tan remoto que solo unos pocos gitanos itinerantes pudieron entrar o salir de la comunidad.

 “Bienvenido a México, amigo – la tierra de la magia”, me dijo mi bienintencionado conocido mientras me contaba historias tan raras que me parecían demasiado imposibles de creer.

 Con un brillo en los ojos, continuó, "Estamos tan lejos de Dios, pero tan cerca de los Estados Unidos", mostrando una sonrisa traviesa. "¡Creemos en la magia, no creemos en la educación!" Se cansó visiblemente de mis incansables preguntas. No hace falta decir que me alejé del intercambio aún más perplejo de lo que estaba antes de que comenzara.

 Mientras la muerte de nadie fue seguida de una tempestad de flores, ficción y realidad, de hecho, caminan muy cerca en gran parte de Latinoamérica. La magia es la fusión de lo banal y de lo surreal. “Pásale, pásale! Tacos de perro!” exclamó un emprendedor al dar paso a clientes desprevenidos que asumieron que estaba bromeando. Resultó que la broma era sobre los consumidores, por lo que lo demandaron. Para su tristeza, el juzgado sentenció de manera favorable al emprendedor porqué él confirmó que hablaba solamente de lo que estaba siendo servido en la taquería.

Mientras seguía buscando detalles que pudieran explicar mi pésimo desempeño apenas unas semanas antes, me acordé de una tienda de tacos junto a la estación del metro en la Ciudad de México donde cinco tacos costaban solo 15 pesos (algo como 0.61 €). Claramente, la carne de perro estaba lejos de ser lo peor que podría haber comido allí...

 Al regresar a mi casa en Puerto Vallarta, me topé con el consultorio del médico quejándome de que "¡mi garganta está roja como la bandera de China!", al médico no le sorprendió saber que había visitado recientemente la Ciudad de México. Rápidamente me diagnosticó faringitis estreptocócica, me recetó antibióticos y me recomendó algunos medicamentos de venta libre. Sorprendentemente, su tarifa fue de solo 70 pesos (algo como 2.84 €), menos de una décima parte de lo que gasté en medicamentos similares hace meses cuando no hablaba español.

 Pasadas dos semanas de mi miserable actuación en la Ciudad de México, continué vagando por el famoso malecón, disfrutando la puesta de sol sobre el Océano Pacífico mientras admiraba la vibrante vida nocturna. Al parecer, todo estaba bien de nuevo. Sin embargo, faltaba algo. No podía estar satisfecho jugando con un exhibicionista en la playa que se hacía pasar por un hombre de arena. Ni con jugar contra el "artista" de la calle que quería 20 pesos por su boleto de autobús y una Coca-Cola light. Ciertamente, no tenía el corazón para regresar a la Ciudad de México, ni estaba dispuesto a viajar a Guadalajara, que se estaba volviendo más peligrosa con cada mes que pasaba.

 Reflexioné sobre el momento en que regresé a mi habitación de hotel en la penúltima noche del torneo y encendí la televisión para contemplar la celebración del Día de la Independencia de México. El presidente Andrés Manuel López Obrador apareció en la Plaza del Zócalo a pocas cuadras de mi torneo. La multitud que lo adoraba aplaudió "¡no estás solo!" como prometió luchar contra la pobreza y la corrupción, junto con una larga lista de otras promesas altas que no pudo cumplir.

 Aunque los partidarios de Obrador fueron entrenados en el arte de esperar lo inesperado, ni siquiera una inmersión de vida en el realismo mágico podría haberlos preparado para el futuro precario que se avecinaba en el horizonte: menos de dos meses después, el jefe de Estado exclamó "¡abrazos, no balazos!" a raíz de un intento fallido de arrestar a un destacado líder de un cartel. En el mejor de los casos, el presidente reflejó la ingenuidad del Viejo Mayor de Rebelión en la Granja, y sus índices de aprobación sufrieron merecidamente.

 A mediados de noviembre de 2019, los Federales detuvieron al hijo de El Chapo, Ovidio Guzmán. Poco después de que el criminal fuera puesto bajo arresto domiciliario en su casa de Culiacán, el Cartel de Sinaloa lanzó una operación de rescate masivo, quemando autobuses, destruyendo edificios y tomando como rehenes a numerosos civiles. A instancias del presidente, Guzmán fue liberado y sus competidores ciertamente se dieron cuenta. En las semanas siguientes, México se vio asediado por un incesante ataque de crímenes violentos orquestados por varios cárteles que desafiaban el reclamo del gobierno del monopolio de la violencia.

 Desde mi llegada a México, supe que 2018 fue el año más mortífero registrado en la nación y que 2019 ya había superado esa cifra a fines de noviembre. Mi estancia en México tuvo que terminar; tal vez ya debería haberme dado cuenta cuando mi arrendador me advirtió que nunca pusiera el bote de basura en la calle porque "¡me lo robarán de inmediato!".

 Pero apenas no tenía una idea exacta de cómo seguir adelante. Con una mezcla de curiosidad y desesperación, me acerqué a un amigo argentino que dirigía un popular canal de supervivencia en YouTube. "¿¡Qué!? ¿Leíste mi libro y te marchaste a México?” me reprendió. Ahora vivía en España y necesitaba pocos ánimos para reunirme con él allí. El clima cálido, los bajos costos de vida y un entorno notablemente seguro lo convirtieron en un destino atractivo.

 Mi viaje a España me llevó por la ciudad de Nueva York y el Marshall Chess Club. Allí jugué con una renovada determinación de ganar, buscando la línea más nítida que pude encontrar en cada partido.

 Llegué a Málaga a mediados de enero y me uní al club de ajedrez local. Bien sabía que tenía solo unas pocas semanas para disfrutar de lo que tenía la ciudad para ofrecer; en dos meses, la Organización Mundial de la Salud declararía el estado de pandemia.

 El juego empezó a las nueve y media de la noche, presumiblemente para acomodar la siesta española tradicional. Las partidas terminaron justo a tiempo para que atrapara el último tren a casa a las once y media de la noche. Por fin encontré un respiro para las amargas polémicas en las que estaba envuelto como capitán de dos equipos de la DC Chess League. Aquí parecía que nadie tenía el tiempo o la inclinación para escribir una diatriba de 27 páginas arengando el director del torneo sobre una decisión tomada meses antes.

 Pero a medida que fui apreciando poco a poco el ritmo lento de la vida en mi país de adopción, también me di cuenta de que solo tenía espacio para un optimismo cauteloso, por si acaso.

 "Por el bien del ajedrez, que es lo único que debería ocuparnos, debemos decirle a quien corresponda, supongo que a los dos protagonistas, que ya está bien de rencillas, insultos y denuncias.”

 Hubo alguna discusión entre los clubes de Sevilla y Málaga que, al menos, por ahora, no se puede resolver debido a las restricciones de COVID. Quizás algunas cosas nunca cambien y las disputas fervientes constituyan una parte integral de la cultura del ajedrez. ¿Deberíamos esperar algo más? Por su naturaleza, el ajedrez es una actividad de constante conflicto que tiende a atraer gente contenciosa. Reflexionando sobre por qué los jugadores de ajedrez hacen montañas de granos de arena, recuerdo cómo un hombre sabio dijo una vez: “Un hombre puede cambiar su rostro, su hogar, su familia, incluso su Dios. ¡Pero una cosa que no puede cambiar es su pasión! "

 ¿Y en cuanto a mí y mi pasión? Seguramente sería temerario decir que el ajedrez es mi pasión. No he logrado lo suficiente en ajedrez para justificar tal afirmación. Sin embargo, un pasaje del libro Fiesta de Ernest Hemmingway resuena en mí. "Eres un expatriado. Has perdido contacto con la tierra. Te has vuelto preciosista. Los engañosos esquemas de vida europeos te han destruido. Bebes hasta caer muerto. Te obsesionas por el sexo. Pierdes todo el tiempo en lugar de trabajar. ¿Te das cuenta? Eres un expatriado. Vas haraganeando por los cafés."

Al leer todo esto, yo sé que regresar a América no es más mi opción. No me importa que todos los vuelos directos hayan sido cancelados, no regresaría, aunque me fuera dada la oportunidad. Me acostumbré a este ritmo de vida, con la ausencia de demasiados conflictos. Casi no echo de menos la intensa atmosfera competitiva del club de ajedrez americano. Si “los engañosos esquemas de vida europeos” me “han destruido”, ¡que sea! No me importa.